OCHO

Él me quiere, me ama, me entiende, me comprende, me acompaña, me desvela, me alegra, me fastidia, me saca del quicio, me enamora, me busca, me imita, me envuelve, me desenvuelve.
Él fue testigo de mis tiempos más fermentales, más conflictivos, más egoístas, ilusionados, confusos, violentos, difusos, amorosos, vibrantes, desilusionados, triunfantes, derrotados... y siempre me dio una sonrisa a cambio.
Él me da todos los días un motivo para seguir adelante, para saber que se puede, que se debe, que se necesita.
Él no exige (bueno... un poquito, pero lo merece), no cuestiona, no juzga, no condena, no me miente. Y cuando recibe... ah! cuando recibe. Recibe con alegría, y lo demuestra. Y agradece de un modo que uno descubre lo poco que ha dado para tanto agradecimiento.
Él llegó un día ocho (como hoy) a las ocho (como ahora, en Uruguay), hace ocho años.
Desde entonces, todos y cada uno de los días pienso en él y me emociono. Y se me cae una lágrima y luego otra. Pero no porque yo sea sensible, es él... sólo él.
Él es inteligente, zagáz, atrevido, pícaro... y lo sabe. Y lo usa. Y me saca del quicio. Y lo disfruta (hasta que le impongo una pena). Y luego, cuando todo pasa, volvemos a abrazarnos. Y llego a pensar: "qué bien me la hace".
Este mediodía, iré a buscarlo a la escuela, con sus regalos (no sé quién está más ansioso, si él o yo), y nos iremos por ahí, a disfrutar, a jugar, a reír.
Y recordaré aquella mañana gélida, en la que su mamá desde el piso de arriba me decía -celular mediante- "Raúl nació Sebastián" (aclaro para los que no saben: Belén y yo somos "papás del corazón").
Y dejo acá, porque se me nubla la mirada (quiero creer que él se está acordando de mí).
Así que con esto y un morocho, hasta mañana a las ocho.